Historia, Democracia y algo mas
1. El reino de la mentiraQue si los derechos humanos, que si la democracia, que aunque no sea un sistema perfecto, es el mejor posible: lo nuevo en el Occidente que impone el modelo democrático al mundo, por sus logros reales, y por una serie de presiones que no tienen ya nada que ver con el concepto filosófico de la democracia, es que está desarrollando, como cualquier otro sistema de gobierno, rasgos totalitarios.
Se ha abierto una era de hipocresía sin precedentes. Pues las democracias, que son tan agresivas como cualquier régimen, se pasan el tiempo invocando la moral y los derechos humanos para encubrir sus actuaciones. Cuando Luis XIV encandilaba y ensangrentaba a toda Europa, no se las daba de liberador. Desde la Revolución de 1789, eso se acabó. Antes las guerras las hacían los especialistas, y los reyes no tenían por qué justificarse ante una opinión pública que todavía no existía. Una de las conquistas de la democracia, que han heredado los demás regímenes de la edad moderna, es que ahora se manda a todo el mundo al muere, por lo cual hay que convencer a la carne de cañón de que va a morir por una causa santa. El adversario no puede ser sino satánico. Durante la primera guerra mundial, los servicios de propaganda aliados echaron a rodar el rumor de que los alemanes le cercenaban las manos a los niños belgas y fabricaban abono con los cadáveres, cuando no jabones. Estas "informaciones" fueron retomadas sistemáticamente por la prensa, dando inicio a las técnicas modernas de alucinación colectiva. La cosa cuajó porque el público se engolosina con los horrores. Pero ya en los años de 1920 a 1925, todo el mundo reconoció que estos alegatos habían sido fabricados. Mientras tanto, bajo la presión de Francia, los vencedores habían impuesto a Alemania el inicuo tratado de Versalles. Trataron a los perdedores como los únicos responsables del conflicto, despedazaron el imperio austro-húngaro, y humillaron a Alemania por todos los medios posibles. Francia, Bélgica e Inglaterra se adueñaron de sus colonias, perdió parte de su suelo en provecho de Polonia, Checoslovaquia y Bélgica. Fue desarmada sola y unilateralmente. Por fin, fue condenada a pagar los platos rotos de la guerra. John M.Keynes, número tres de la delegación británica -una de las mentes más lúcidas de este siglo- renunció a su cargo diciendo: "si imponéis estas condiciones escandalosas a Alemania, provocaréisla ruina económica de Europa central y una nueva guerra dentro de veinte años".
Se nos dice que las democracias son débiles, y suelen capitular ante las dictaduras, arrastrando una tendencia fatal a reanudar con "el síndrome de Munich"; pero nuestros perros guardianes se aprovechan del lugar común para enfatizar sobre la necesidad de aplastar a tal o cual país -árabe por el momento- por estar ofendidendo al establishment mundial. En realidad las democracias son todo lo contrario de regímenes débiles. La segunda guerra mundial, que se habría podido evitar, ofreció a las democracias magníficas oportunidades para demostrar su carácter pacífico. En agosto de 1945, los norteamericanos lanzaron dos bombas atómicas sobre Japón. Siempre se dijo que lo hacían para acortar el conflicto. Sin embargo hoy se sabe con absoluta certeza que los Japoneses habían ofrecido capitular un mes antes. Y también se sabe por qué los norteamericanos se hicieron los sordos: por un lado sus estrategas querían probar sus bombas sobre ciudades de verdad (precioso experimento) y por el otro se trataba de darle a entender a Stalin que la guerra había terminado y que debía ponerle punto final a la progresión de los ejérictos soviéticos en el Asia. Al principio del mismo año, la aviación inglesa había destruido Dresde con bombas incendiarias. Dos cientas mil personas fueron quemadas vivas en una sola noche, tanto como en Hiroshima y Nagasaki. Una última oleada de asalto se encarnizó sobre los salvavidas en medio de la ciudad en llamas. Y eso cuando la guerra en Europa estaba practicamente terminada; la ciudad de Dresde no contaba con ninguna industria ni instalación estratégica, pero albergaba a cientos de miles de refugiados que huían ante el Ejército Rojo. Dresde era una de las ciudades de arte más hermosas del mundo. Los ingleses sabían todo eso. También sabían que los bombardeos masivos tenían poco efecto sobre las capacidades militares de la Wehrmacht.
En 1980, Irak, sostenido por la URSS y los Occidentales, atacaba a Irán. La revolución islámica le quitaba el sueño al mundo, y el imán Khomeiny era "el nuevo Hitler". La ONU, templo del derecho internacional, se negó a designar el agresor, limitándose, después de darle largas al asunto, a rogar a los beligerantes que suspendieran las hostilidades. Francia, principal proveedor de armas de Irak, se había opuesto a una condena de su cliente. Cinco años más tarde, los Irakíes utilizaron armas químicas contra Irán, violando todas las convenciones internacionales. La ONU siguió callada. Por fin, los occidentales intervinieron miltarmente al lado de Irak, y la guerra terminó por empate. En 1990 nuestro mismo amigo Saddam ocupó Koweit, joya de la democracia mundial. Había caído en una trampa urdida por Estados Unidos, quienes le habían dado a entender que una anexión de Koweit no les molestaría. Pero para desgracia del querido Saddam, ya Khomeiny había muerto, y le tocaba a Irak estorbar a los Occidentales. El país se había vuelto demasiado poderoso, amenazaba la estabilidad de Arabia Saudita, principal aliado, guardián del botín petrolero y banquero de Estados Unidos en la región, y más que nada, disponía de cohetes capaces de caer sobre Israel. De ahí que los Occidentales descubrieran que el régimen irakí era monstruoso, que pisoteaba los derechos humanos, y que Saddam era el nóvisimo Hitler. De un pestañazo, la ONU votó todas las resoluciones necesarias para hacer uso de la Fuerza, a cada cual más humanitaria y democrática, y así fue cómo estalló la llamada "guerra del Golfo", en realidad la destrucción planificada y premeditada de Irak por la aviación americana y los adyuvantes franco- británicos.
¿Para qué multiplicar los ejemplos ? En este fin de siglo, la democracia encarna el Bien, el Derecho y la Justicia, como cualquier dictadura, aunque no se le vean tanto los colmillos desde adentro, porque los tiene de oro. Las agresiones promovidas por la democracia son cruzadas por la libertad. La ideología dominante se limita hoy a la exaltación de la democracia. Y esta civilización de termitas, en proceso de auto-hundimiento, segrega un discurso que es la imagen invertida de la realidad. La "inteligentzia", la casta política y el hampa mediática compiten en servilidad ante los nuevos amos. El silencio elocuente de los intelectuales en los procesos por revisionismo (que son la oportunidad para analizar las bases históricas del nuevo totalitarismo), su velocidad para hacer alardes de su capacidad de sacrificio para socorrer al vencedor, su habilidad para colocarse en las corrientes ascendentes, su lameculismo los han colocado a la par de los criados de Stalin, y además se la dan de izquierdistas en su mayoría.
Terminemos con una observación que todos han podido hacer cien veces en cuanto a la famosa "transparencia democrática". Siempre se dice que las dictaduras ocultan sus catástrofes. Lo cual es cierto. Y ¿qué de las democracias ? Cada vez que se produce un incidente nuclear, los poderes públicos (y privados) se confabulan para ocultarlo.
2. El revisionismo Los revisionistas cuestionan la historia gneralmente aceptada de la segunda guerra mundial, tal como nos la matraquean los media. Se trata de los que no creen ni en la existencia de cámaras de gas en los campos de concentración, ni en un exterminio sistemático, planificado o improvisado de los judíos. Según los historiadores revisionistas, los alemanes sí cometieron matanzas de judíos, pero nunca exterminaron a "los" judíos en mataderos industriales, ni en Auschwitz, ni en Treblinka ni en ninguna otra parte. Y la tesis según la cual seis millones de judíos perecieron por gases u otras armas es un mito. Siguiendo a estos historiadores, el número de víctimas judías es mucho menor, y la presencia de cámaras de gas en los campos es un rumor de tiempos de guerra que recibió un aval demagógico en el proceso de Nuremberg.
No vamos a recordar aquí los argumentos de los revisionistas. Está legalmente prohibido difundirlos por vía de prensa o publicaciones, pero da la casualidad que son convincentes y hasta ahora no se les ha dado más refutación que la censura, pues los historiadores oficiales se conformaron con viabilizar contra los revisionistas el anatema religioso sin contestar realmente a sus argumentos.
Conviene preguntarse no obstante por qué las tesis revisionistas suscitan tanto odio, pues cualquier acercamiento al tema es explosivo. ¿Por qué la deportación de los judíos dio lugar al culto de la "shoah"? Por qué tantas ceremonias oficiales permanentes, esos programas televisivos permanentes, esos filmes, esas alusiones continuas en los medias, tantos libros redundantes y tantas conmemoraciones ? La respuesta más corriente, la que se consigue cuando se le hace la pregunta a una persona desprevenida y de buena fe, es que los judíos fueron víctimas del mayor crimen colectivo en la historia, y que esto merece, y en todo caso explica, una expiación permanente. Además se trataría de la obligación de recordar constantemente "lo que pasó", para evitar que vuelva a pasar. Según este enfoque, los que niegan el genocidio son criptonazis que intentan blanquear a Hitler. Esta respuesta es insuficiente pues muchas atrocidades que sobrepasan en magnitud las susodichas han sido muy tranquilamente olvidadas, como la trata de negros, o las matanzas que acompañaron la colonización del Africa o el exterminio de indígenas que resultó de la colonización de América. E incluso, más cercana, la larga lista de los crímenes cometidos "por la humanidad" y por los aliados. Los revisionistas están más cerca de la verdad cuando explican que el encarnizamiento con el que se les persigue procede del hecho de que han puesto el dedo exactamente donde no debían: sobre las mentiras que fabricaron los Aliados con el fin de legitimar la segunda guerra mundial y el orden que de ahí resultó. Así es cómo el mito de las cámaras de gas le sirve de clave a la bóveda ideológica del mundo moderno: justifica la destrucción de Alemania, los crímenes cometidos por los vencedores (todo está permitido cuando de vencer al demonio se trata), el recorte de las fronteras europeas (Alemania perdió la quinta parte de su territorio, doce millones de ciudadanos alemanes fueron expulsados, dos millones al menos fueron masacrados, Rusia se ensanchó con territorios alemanes, y Polonia se deslizó dos cientos kilómetros hacia el oeste). Por fin este mito justifica la fundación del Estado de Israel por los "sobrevivientes de la shoah". Todo esto debería dar a reflexionar y merecería discutirse, pero la ley no lo permite. Además, aunque todo esto fuera cierto, la argumentación revisionista no abarca la totalidad del fenómeno. El hombre de la calle de hoy está convencido de que los judíos estuvieron a punto de desaparecer de la faz de la tierra, y se indigna cuando se formulan dudas al respeto. Y el antisemitismo se ha convertido en pecado mortal. Así es como los Israelíes pueden hacer lo que se les venga en ganas, pues negar la "shoah" equivale a cometer un sacrilegio.
Y sin embargo queda un residuo misterioso en el fenómeno de unanimidad en el rechazo al revisionismo que no explican los argumentos exclusivamente racionales de los revisionistas. El residuo es el siguiente: ¿Cómo es que la leyenda del exterminio de los judíos echó raíces tan fácilmente, mientras que cada cual puede comprobar, cuando menos, que si bien los judíos estuvieron a punto de ser aniquilados -y habría que ponerse a estudiar seriamente las tentativas en tal sentido- de ninguna forma han sido exterminados, en el sentido que da el diccionario a semejante palabra. ¿Por qué el "exterminio" se ha convertido en el centro de la ideología occidental ? La propaganda no puede explicarlo todo. Un mito no se crea "desde arriba", con unas cuantas directivas.
Empecemos por lo elemental, el por qué el cuento de las cámaras de gas se convirtió en algo tan importante. Nadie niega que Hitler tenía obsesión con los judíos, y los nazis podían haber tenido la intención de aniquilarlos sin necesidad de usar gases. A la inversa, aún si se descubriera alguna cámara de gas en algún campo de concentración, esto no demostraría en absoluto que estuviera destinada a eliminar a todos los judíos que los alemanes deportaban por Europa. No hay vínculo lógico necesario entre genocidio y cámara de gas. Los dos problemas son independientes, y normalmente se debía poder tratar la cuestión de las cámaras de gas como un punto particular de importancia secundaria, un detalle. Incluso en Francia, se podría plantear que el texto de la ley Gayssot, interpretada estrictamente, como debería ser siempre tratándose de una ley penal, no prohibe realmente la discusión sobre la existencia de tal o cual cámara, o incluso de las cámaras en general. Pues dicha ley prohibe que se niegue el crimen contra la humanidad; de ninguna manera prohibe que se discutan los instrumentos y las modalidades del crimen, tanto más cuando el juicio de Nuremberg sólo evoca las cámaras de gas de manera incidental y alusiva, sin ofrecer la menor precisión o localización. Pero resulta que fue lo contrario lo que ocurrió. En vez de decir: "lo que importa es que los nazis aniquilaron a millones de judíos, y poco importa el cómo", los pontífices del Holocausto se atragantaron con la cámara de gas. Se empalaron en una punta del iceberg, fabricando así una máquina infernal que tarde o temprano les estallará en pleno rostro. ¿Acaso les quedaba otro camino? No, pues cuando los revisionistas empezaron a darse a conocer, hace unos veinte años, ya era tarde. La cámara de gas ya se había convertido en el símbolo del Holocausto. Había cristalizado en tono a ella tal comunión emotiva que ya no había marcha atrás. Por lo tanto se echó una capa adicional de dogmatización, y se sigue aportando al alud con intimidaciones, procesos, agresiones, leyes de excepción y exageraciones mediáticas. Por otra parte, como los especialistas de la cosa ya saben perfectamente hasta dónde metieron la pata, procuran desviar la atención del público con movilizaciones sobre otros temas relacionados con el sufrimiento de los judíos en los años de la guerra: por ejemplo la desgarradora tragedia de los tantísimos millones que Suiza se tragó, y que los nietos y biznietos de los pobrísimos judíos jamás heredarán. Un día esta enorme presa se abalanzará sobre los que la edificaron, y aparecerá infinitamente vergonzoso el hecho de que las cámaras de gas las hayan inventado, propagado, y enarbolado, como su fantasma predilecto e inconfesable, unos cuantos supuestos defensores de la democracia. Pero la movilización alocada contra el revisionismo conduce a una revelación inédita del hecho comunitario judío, y los métodos utilizados promueven la indagación sobre la verdadera función y la verdadera naturaleza de dicho vínculo social, anteriormente insospechado en buena medida.
La historia enseña que una situación anormal puede durar mucho tiempo. Nunca dura eternamente. La verdad siempre vuelve a salir del pozo. La ideología se amolda a la realidad, y se restablece el equilibrio. La descolonización, el fin del "comunismo", la reunificación alemana como la desunificación yugoeslava ilustran esta ley. La creencia en las cámaras de gas es tan absurda, y el mito de un exterminio de los judíos tan contrario a los hechos, que terminarán esfumándose. Pero como la civilización occidental descansa sobre esa creencia y ese mito, que son para las democracias lo que la religión fue para el régimen feudal, la difusión del revisionismo provocará derrumbes espectaculares. La clase política ya lo ha comprendido. Al sentir movedizo el piso bajo sus plantas, se cuelga de cualquier entarimado, y de ahí los repiques de tambor en torno al holocausto, los hermosos procesos judiciales en los que se arrastra a octogenarios ante audiencias criminales para responder acusaciones de "crímenes contra la humanidad", de definición elástica e intercambiable, por hechos cometidos medio siglo atrás. De ahí las procesiones a la casa de Ana Frank, a la casa de los niños de Izieu, a la comiquísima cámara de gas del Struhof, y tutti quanti. Durante el juicio de Nuremberg los jueces evadieron la cuestión de cómo funcionarían las cámaras de gas en una artística neblina. Los historiadores que vinieron detrás no buscaron averiguar nada más. Bajo la presión de los revisionistas, se encontraron obligados a rebajarse al nivel de los hechos, a ofrecer pruebas, a discutir cifras, a entrar en cuestiones técnicas. Es el comienzo del fin. Roberto Faurisson legalmente ya no tiene el derecho de escribir públicamente lo que todavía tiene derecho a pensar (véase el texto de la ley francesa: "Serán castigados con las penas previstas por la línea seis del artículo veinticuatro quienes hayan discutido, por uno de los medios enunciados en el artículo 23, la existencia de uno o varios crímenes contra la humanidad tal y como están definidos por el artículo 6 del estatuto del tribunal militar internacional anexo al acuerdo de Londres del 8 de agosto de 1945 y que fueron cometidos bien por miembros de una organización declarada criminal en aplicación del artículo 9 del susodicho estatuto, bien por una persona reconocida culpable de tales crímenes por una jurisdicción francesa o internacional") pero tenemos el derecho a seguir escribiendo: "Toda censura es una confesión. Sólo se amordaza al que pronuncia verdades" (Pierre Gripari).
Supongamos por un momento que la verdad sea al revés. Roberto Faurisson es un falsificador de historia. Es un ciéntifico demente. Los revisionistas explotan contradicciones menores entre los testimonios, exageran sus consecuencias, e intentan sembrar la duda acerca del genocidio más espantoso de todos los tiempos. Movidos por un antisemitismo orgánico, niegan el sol en pleno día. Los deportados relataron lo que vieron. Los alemanes confesaron. ¿Qué más quieren ? Pero si fuera así, por qué prohibir a los revisionistas que hablen? Si están equivocados, bastaría con dejarlos expresarse para que lo absurdo de sus tesis se haga patente. "Cierto, dicen los nuevos censores, pero es que sus teorías, por delirantes que sean, amenazan con convencer a gente de pocas luces y mal informadas, con lo cual resurgiría el antisemitismo". Aquí ya asoma la punta de la oreja de los eternos defensores del orden: "Las tesis de los revisionistas son absurdas, evidentemente, pero podría escapársele al público la evidencia de su absurdidad. Lo cual demuestra a las claras que lo absurdo de las tesis revisionistas no es tan evidente, y hace patente lo absurdo de la tesis de los censores. Demuestran así no estar tan seguros de tener la razón. Si su fe en la realidad del genocidio y de las cámaras de gas fuera firme, no exigirían una ley antirrevisionista dogmática. Por fin, estos demócratas confiesan ingenuamente que no toman en serio el principal postulado de la democracia, es decir la racionalidad (por lo menos global) del ciudadano. Pues el fundamento de la democracia estriba en la hipótesis según la cual los ciudadanos son en su conjunto entes de razón, mayores de edad mental, y capaces de discernimiento. Tal vez esto tenga poco que ver con la realidad, pero no quita que la democracia descansa sobre esta hipótesis. Y resulta que son los mismos demócratas los que demuestran, al pretender censurar y aprisionar a los revisionistas, que no confían en su propio sistema. Mientras el pueblo siga mirando los juegos televisivos y se acalore con la política interior y los partidos de fútbol, todo bien, y viva la libertad. Pero si surge una teoría peligrosa para la clase dominante, caen las máscaras: no van a dejar que los niños juegen con fuego. Los extranjeros pobres que afluyen a los países occidentales no necesitan que se les expliquen las reglas del juego: saben que lo que buscan en tierras extranjeras es un respiro en su lucha contra la miseria, y que la propaganda estatal es la misma bajo todos los climas: se matan de risa con la histeria anti-revisionista; han podido notar en múltiples circunstancias cómo muchos occidentales a partir de sus ínfulas mal camufladas aún ante sus propios ojos generan una seudo-ingenuidad que es mezcla de estupidez y de cinismo. No se hacen ilusiones sobre la supuesta generosidad de las democracias que en general es un cálculo inspirado por el miedo; y saben que la libertad de pensamiento se gana por el enfrentamiento personal contra los muros del conformismo, que ningún régimen la regala, sino que lo normal es ganársela a golpes.
3. Ahogados al amparo de las leyes Primero el revisionismo, después el "revisionismo", luego el negacionismo, y ahora el "negacionismo". Inventar paralabras nuevas, según Madame de Staël, sería, dice Cioran, el síntoma más seguro de la estirilidad de las ideas (in: Confesiones y anatemas, p.15) Se cambia el cartel, se ponen comillas que sirven de sujetadores antiinfeccioses, para gente a la que no se cita nunca exactamente con sus frases y contextos, y a quienes no se da nunca la posibilidad de contestar a las acusaciones. La prensa entera baila el mismo son. Cuando no les queda más remedio que nombrarlos, se califica a los revisionistas de "grupito abyecto", de "ralea", "escoria de la humanidad" o "lepra". Vocabulario que recuerda las "lúbricas víboras" y "sifilíticas arañas" que fueron apodos de trotzkistas y otros opositores políticos. El revisionismo es una herejía. Antaño camino a la hoguera, hoy camino a la cárcel.
Diez años de prisión en Austria, cinco en Alemania, un año en Francia: esta es la tarifa actual, y no hablemos del monto de las multas. Después de algunos remilgos, Suiza, Italia, Bélgica, han doblado el lomo. Se han promulgado leyes anti-revisionistas. Canadá, donde fracasó estrepitosamente el juicio al editor Zundel, es el próximo objetivo de los censores, junto con Estados Unidos. En Europa se están multiplicando los procesos judiciales en aplicación de estas leyes mafiosas, y han empezado a caer las penas de prisión firme. Ya no aparece un periódico o una radio que comente estos juicios. La conspiración del silencio funciona perfectamente. En España no es tan fácil explotar una supuesta culpa antisemita colectiva: si bien en 1492 la reina Isabel expulsó a los judíos que se negaban a la asimilación, los historiadores saben que Franco había ofrecido a Hitler acoger a los judíos de Salónica, propuesta enmarcada en las relaciones tradicionales con una comunidad descendiente de españoles.
El revisionismo tiene que ver con la libertad de expresión, la investigación histórica, la cuestión judía, el libre ejercicio de la razón y el valor del testimonio en historia. De modo que todos los autores que en el pasado se han preocupado por estas cuestiones han dicho cosas que se emparentan con nuestro tema. Así por ejemplo Anatole France y Jules Michelet, respectivamente:
"Para ubicarse en este asunto, se necesitaba, al principio, cierta dedicación y algún método crítico, con holgura para ejercerlo. Así vemos que la luz se hizo primero entre los que, por la cualidad de su espíritu y la naturaleza de sus labores, eran más aptos que otros a moverse en el terreno de investigaciones difíciles. Después hizo falta solamente sentido común y atención. Hoy en día basta con el sentido común".(Monsieur Bergeret en París)
"Para ser fiel, la historia debe asentarse en el desprecio a las leyes" (Historia de Francia, t.2, p.250)
4. El sentido de la historia Qué extraño es todo en este asunto: el peso creciente de los judíos en la sociedad contemporánea, la fascinación que ejercen sobre los intelectuales, el mito de la Shoah conviertiéndose, por así decirlo, en la religión de la democracia, su aroma espiritual. En Francia, el affaire Dreyfus fue una especie de ensayo general, con papeles invertidos, y a escala reducida. La inocencia de Dreyfus implicó la culpabilidad del Estado Mayor, y la de las instituciones que le respaldaban: el Estado, el gobierno, la iglesia, los conservadores, la derecha. Los revisionistas de aquella época (los partidarios del capitán Dreyfus que reclamaban la revisión de su proceso) ya eran percibidos como enemigos públicos, aunque, a diferencia de los revisionistas actuales, no carecieron nunca de los medios de comunicación para darse a escuchar. En realidad, los familiares de Dreyfus tenían los recursos financieros que les permitieron desencadenar la primera campaña de prensa en torno a la condena de un inocente (suceso trivial que habitualmente no les quita al sueño salvo a los allegados) primera etapa decisiva, anterior a la movilización ideológica de ambos campos.Hoy en día, la inexistencia de las cámaras de gas conllevaría la inocencia de Alemania en cuanto a ese crimen, y la culpabilidad de las democracias en la condena universal de los nazis y más generalmente del pueblo alemán entero, por ese mismo crimen. El affaire Dreyfus por poco acaba con el estado francés. El revisionismo amenaza el equilibrio mundial. ¿Serán fortuitas estas coincidencias? Las dos tiene que ver con la cuestión judía. ¿Y?
La historia no es la resultante de fuerzas que conforman una serie de causas identificables a distintos niveles del pasado, como nos hemos acostumbrado a pensar. Según los materialistas y la rutina académica, el movimiento de la historia está determinado por causas materiales, principalmente económicas, como progreso técnico, concentración industrial, choque de imperialismos. Sin embargo, ni positivistas ni marxistas pueden prescindir de la búsqueda del "sentido de la historia", de cierta causa final. Las teorías del "fin de la historia" evidencian el dramático desamparo en que se cae cuando se desdibuja este vector. En realidad, la orfandad radica en la pérdida del sujeto, imaginado a partir del espectro de algún que otro "pueblo elegido". Es muy difícil para los occidentales renunciar a todas las metástasis del etnocentrismo. Veamos como muestra el caso del revolucionario paradigmático, Carlos Marx, el igualitarista, el economista, el que no le daba relevancia al factor étnico. En tanto que lector de Hegel, veía en la historia un proceso de ascenso helicoidal de la humanidad hacia un edén de superaciones múltiples, y consideraba la lucha de clases como el motor de esta evolución. Uno se puede preguntar si el "materialismo dialéctico" no tiene algo que ver con la vieja teoría de la predestinación de los judíos y el mesianismo. A Marx no le caían bien los judíos, y se he ha tachado de antisemitismo por su ensayo La cuestión judía; pero en cierta medida sustituyó al pueblo de Israel por la clase obrera en sus esquemas mentales. "Los proletarios no tienen patria", "proletarios de todos los países, uníos", "No importa lo que piense cada proletario, ni siquiera lo que el proletariado en su totalidad piense de sí mismo, lo importante es lo que la clase obrera se encuentre abocada a cumplir, conforme con su naturaleza, cuando llegue la hora de rendir cuentas". Si sustituimos la palabra "proletario" por "israelita", y "proletariado" por "pueblo hebreo", el carácter tradicional y fundamentalista del postulado se hace patente. Y no nos extraña que el pensamiento de Marx haya sido adoptado tan masivamente por judíos como él, cansados del provincianismo crispado que les enseñaran so color de religión en la infancia, mas deseosos de reinterpretar a escala moderna y planetaria el gran mito mesiánico. Algo semejante ocurre con el freudismo, descendencia hegemónica de los esquemas mentales de un judío laico, nostálgico de un esquema claro y totalizante. Según la vulgarización freudiana el vínculo por la sangre, con unívocos papeles para tres personajes, padre, hijo, y madre sería el único anudamiento significativo en las relaciones humanas, y estas repiten, a niveles varios de bestialidad o sublimación, ese solo triángulo estrictamente hereditario; así la familia edipiana se convierte en exclusivo zócalo natal, que sustituye la etnicidad, la supeditación a un entorno particular, físico y humano, amplio y externo. Marxistas y freudistas, empobreciendo por supuesto la aventura intelectual de los grandes críticos y renovadores del tiempo y espacio mentales que les tocó vivir, afianzaron en la inconciencia occidental los dos extremos de la teleología israelita más primaria: expulsados del paraíso terrenal, desterrados, internacionalizados, se supone que podamos redimirnos, ir camino a la asunción de una burda función paterna, autoritaria, totalitaria. Y que la tierra prometida, donde nos tocará el papel de los amos o de los dóciles servidores e imitadores de estos, según nuestro rango, sea el planeta, al fin librado de sus idolatrías varias, a sangre y fuego si con la autoridad científica no bastare.
Cuando miramos las cosas con cierta distancia, tenemos la sensación de que el problema de las cámaras de gas no es más que una faceta de un problema más vasto, el de los judíos en la historia. Y se descubre que en nuestras sociedades es una axioma muy general e inconscientemente aceptado el que los judíos tengan una misión de alcance universal que cumplir. Los judíos se enorgullecen de contar a Moisés, a Spinoza, a Marx a Freud o a Einstein como miembros de la familia, además de un sin fin de creadores y mecenas en el arte y la literatura; sencillamente ven en estos los representantes de una empresa específica destinada a elevar el nivel de la humanidad, la cual, sin ellos, no sería tan humana, y no hace falta darles cuerda para que concedan que comparten el deslumbramiento ante la carga, privilegio y excepcionalidad que le corresponde, milagrosamente, a su comunidad. Además, a nadie, cristiano, judío o ateo, se le ocurriría recordar que el abominable ministro de Stalin Djerzinski era además de abominable, judío. Operamos una selección automática en las figuras descollantes: entre los buenos, una fracción asombrosa eran, son y serán judíos, y es de buen gusto recordarlo cada vez que se pueda; entre los malos, sería antisemitismo expresar que algunos fueron, son y serán judíos. De modo que parecería que judíos y vulgo echan a andar sistemáticamente la creencia en la existencia de los superiores "sabios de Sión" tales como los celebra el apócrifo Protocolo de hace un siglo. Es cierto, la singularidad del destino de los judíos desde hace dos mil años merece reflexión. Por una parte, su situación, lejos de confundirse con los vaivenes de cualquier comunidad minoritaria en una serie de países, se anuda en una red inextricable de alianzas aparentemente incoherentes, imposibles de racionalizar, pues toda reflexión sociológica y externalista es tachada automáticamente de antisemita, y no menos automáticamente, obviada y olvidada. Es probable que el antisemitismo, prohibido en Occidente, alguna vez estalle en brotes histéricos cuando algún agravio objetivo, negociable si de apuestas racionales se tratara, surja. Por otra parte, hay que reconocer objetivamente que la larga marcha de los hebreos los ha llevado a las cumbres de la sociedad occidental, hasta el punto que vivimos un filosemitismo autoritario, indiscriminado, y consentido sobre todo por los que se creen más firmes en su sentido igualitario, los miembros de la izquierda intelectual, por ejemplo.Es lógico suponer que la absoluta inconsciencia judeófila proporcione algún día el detonador que le ponga fin al mundo, fin a este mundo.
5. La cuestión judía "En Estados Unidos no hay problema negro, sino un problema blanco". De esta fórmula debida a un escritor negro americano, y clara evidencia para cualquier negro en el mundo, uno podría creer que vale también para el caso judío. Así no existiría ningún problema judío, y sólo se podría meditar sobre el problema del antisemitismo. Pero sí existe algo propio de los judíos y difícil de comprender, pues el fenómeno no se da en otras comunidades minoritarias dentro de tal o cual nación. Esto tiene que ver con la naturaleza del vínculo social que une a los miembros de esa indedefinible comunidad.
Antiguamente, la cuestión judía tenía más que nada una dimensión religiosa. Viviendo en medio de naciones diversas sin disolverse en ellas, una comunidad se aferraba a una religión considerada anacrónica, de ahí su marginación y las persecuciones. El "Pueblo del Libro" se negaba a reconocer que Cristo era el Mesías anunciado por el antiguo testamento. Según los cristianos, el nacimiento de Jesús había puesto un punto final a la misión de los hebreos y varias veces intentaron convertir a los israelitas por las buenas o las malas, sin lograrlo nunca completamente. Por otra parte, se trata de una comunidad con vocación comercial secular fortalecida por las leyes medievales sobre la usura, pero conocida desde épocas anteriores, y además el éxito material siempre les valió la envidia y el recelo de los demás. En buena medida, bajo el impuso de San Pablo, la iglesia se edificó imitando las estructuras autoritarios del judaismo destronado. Ahora bien, ya la iglesia católica ha perdido su preponderancia, y ha abandonado parte de las bases de su dogmática, para tratar de reconquistar el terreno perdido; de modo que, para conseguir "el perdón", se ha volcado en un renovado judeo-cristianismo: en vez de designar como enemigo y deicida al pueblo del cual ha captado una monumental herencia, ahora la iglesia prohibe lo que antes alentaba, pretendiendo dar una lección más de universalismo, humanismo, ecumenismo, etc. Así la propaganda antisemita cristiana se ha conmutado en filosemitismo, lo cual deja el malestar de cualquier truco óptico encubridor de una historia más compleja. Mientras tanto, los que "se salvaron del holocausto" han conquistado una posición dominante en Occidente, y la creación del estado de Israel les confirió un estatuto de doble afiliación, a la vez que dislocaba el Medio Oriente. El conflicto árabo-israelí no tiene salida, y ha provocado una ruptura entre el occidente y el mundo musulmán.
Se calcula hoy en día en diez y siete millones el número de judíos en el mundo. Después de siglos de marginación, forman parte masivamente de los privilegiados, pues una fracción importante ocupa posiciones importantes en las cúpulas del poder político, de las finanzas, de los medias y de la universidad, y los que no alcanzan una prosperidad descollante se benefician de un aura prestigiosa y de una red de beneficiencia social comunitaria eficiente. Con el apoyo de las grandes potencias, han creado un estado en el cual no se radican. Las persecuciones padecidas durante la segunda guerra mundial y su potencia social colectiva los protegen contra cualquier crítica.
Desde hace dos mil años, los israelitas tiene conflictos con sus conciudadanos. Semejante incompatibilidad no es explicable solamente por el antisemitismo. Si a un niño lo excluyen de todas las escuelas donde se le matricula, no es insensato suponer que su carácter y su conducta en algo provocan la animosidad de su entorno. El antisemitismo no es una faceta o una variante del racismo ordinario. Se puede ser antisemita sin ser racista, o filosemita y racista. En un principio, la hostilidad hacia los judíos es una mezcla de jenofobia banal, de hostilidad religiosa (otros ritos, y ese irracional rechazo a Jesucristo), y de envidia, cuando son ricos y prósperos. Pero hay investigadores judíos, y el gran Bernard Lazare es el fundador de una línea de reflexión sociológica y moderna, que reconocen lo que constantemente corrompe el diálogo potencial: los judíos se consideran como superiores al común de los mortales. Ese es el punto de ruptura. A lo largo de las vicisitudes de su historia o de la memoria selectiva que cultivan, los israelitas no han dejado de creerse intrínsecamente diferentes de la gente que les rodea, lo cual no puede menos que exasperar a estos. Es este sentimiento de pertenecer a una élite, que procede del mito del "pueblo elegido", lo que le confiere al antisemitismo su naturaleza particular. Aún si no lo dicen abiertamente -pero su prensa interna es explícita- los judíos se enorgullecen de conformar una aristocracia hereditaria, que ha atravesado la historia y sobrevivido a imperios, dinastías, civilizaciones. Y esta actitud no tiene por qué caerle bien a los demás habitantes.
Ser judío ¿qué significa? No es solamente un problema de religión. Cientos de miles de judíos no van a la sinagoga, son ateos, o no tienen conocimientos sobre el judaísmo. ¿Acaso forman una raza? Genéticamente, los judíos rubios de Rusia o de Rumanía están más próximos de sus compatriotas cristianos que los judíos argelinos. A fin de cuentas, ser judío significa ser nacido de padres judíos o por lo menos ser de madre judía.Es el único criterio que permite distinguir a un judío del que no lo es. Es el punto de vista rabínico, y era también el de los nazis. Sobre este punto los ideólogos de la raza de los señores están de acuerdo con los rabinos del pueblo elegido.
Ya ningún país, fuera de Arabia Saudita o Koweit, les aplica un estatuto particular a los israelitas. Están emancipados. Ya no hay numerus clausus, y todos los ciudadanos son iguales ante la ley. En Europa, la revolución francesa terminó de abolir el ostracismo que afectaba a los judíos, ya practicamente emancipados por Luis XVI. Los demás países siguieron la corriente. En un primer tiempo, muchos judíos se han asimilado contrayendo matrimonios mixtos, cambiándose el nombre o convirtiéndose al catolicismo o al protestantismo. En Alemania el proceso de asimilación preocupaba a los rabinos, no a los alemanes, y de no aparecer Hitler, los judíos se hubieran diluído en la nación germánica. Alemanes y judíos las tenían todas para entenderse: son igualmente trabajadores, inteligentes y dominantes. En Francia también, numerosos israelitas abandonaron la práctica religiosa y cualquier sentimiento identitario diferenciador. Se mezclaron con sus conciudadanos. Desde la última guerra, han cambiado las cosas. Los judíos padecen brotes de chovinismo y no pierden una oportunidad de proclamar sur "judeidad".
El ascenso de los judíos en la sociedad moderna es un fenómeno impresionante. Sin plan previo, sin proyecto común, por un mecanismo de capilaridad social, se han elevado en las naciones como impulsados por una mano invisible. Este éxito excepcional se explica por su maravillosa adaptación al mundo actual, y por estructuras comunitarias internacionales dúctiles y múltiples, perfectamente funcionales, que permiten a los judíos mejor que a nadie estar rápidamente informados de las oportunidades que se les puedan ofrecer en el mundo entero, sin necesidad del menor "complot". La conspiración judía no existe. Antes se decía de cierta confradía famosa que era una espada cuya punta estaba en todas partes y el puño en Roma. Los israelitas también son como una espada con punta en todas partes, pero sin puño alguno, hasta hoy día. Estaban dondequiera, pero se neutralizaban. Trotsky equilibraba a los banqueros de Londres, y sólo un paranoico podía imaginarse que conspiraban juntos. Pero esta situación ha evolucionado. Hay judíos en la derecha y en la izquierda pero ahora están vinculados, como por un hilo invisible, al estado de Israel. Además forman por ahora un frente común contra el revisionismo, es decir contra la verdad en marcha. Lógicamente la preponderancia de los judíos debería suscitar reacciones antisemitas, y sin embargo no pasa nada. La tapa está soldada a la olla. No solamente no se puede hablar mal de los judíos, sino que ya no se puede decir nada que no sea de su agrado. Además, una simple alusión a su omnipresencia desata huracanes mediáticos y cualquier distanciamiento de una una figura política con respecto a una presión procedente de Israel es calificada sin ambajes de antisemita. Le ha pasado a Carlos Menem, a Cuauhtémoc Cárdenas y a otros.Hoy el tema judío es tabú, mientras que el control que ejercen los judíos sobre cualquier faceta de la autoridad es enceguedor, y además están coligados en torno al estado hebreo. En los años venideros, el conflicto árabe-israelí llevará a los judíos de cualquier horizonte a cuajar en un formidable grupo de presión empujando para desatar la guerra.
6. El conflicto árabe israelí La creación del estado de Israel en 1948 ha vuelto insoluble el problema judío. Recordemos los hechos. Teodor Herzl, un periodista austriaco amante de la cultura germánica, tenía la ambición de resolver el problema judío. Primero había recomendado la asimilación colectiva de los israelitas por medio de ceremonias solemnes en la catedral San Esteban, en Viena. Los israelitas hubieran entrado en procesión en la catedral, hubieran recibido el bautizo y hubieran salido católicos de la operación. Se terminaban los judíos, desaparecía el problema judío. Pero sus compañeros no se entusiasmaron con la propuesta. Mientras se encontraba en París para reportar sobre el "affaire" Dreyfus, tuvo una iluminación: lo que hacía falta era que los judíos encontraran una patria. Su idea era así de simple, o simplista. En cuanto tuvieran una tierra de ellos, allí se juntarían y se convertirían en un pueblo común y corriente. Su folleto El estado judío apareció en 1896 y es el acta de nacimiento del sionismo político. Ya sabemos lo que vino detrás. Después de un arranque dificultuoso, la idea sionista fue abriéndose camino, y en vísperas de la segunda guerra mundial, Palestina contaba con centenares de colonias judías respaldadas financieramente por la diáspora. Pero resulta que Palestina no era "una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra". Se habían olvidado de los palestinos.
En 1947, la ONU decidió la división de Palestina en un estado judío y un estado palestino. ¿Con qué derecho? ¿Con qué derecho países como Venezuela, Perú u otros - sobre los cuales Estados Unidos ejercieron las presiones que todos sabemos - tuvieron vela en ese entierro? En todo caso, cuando al cabo de seis meses se proclamó el estado judío, los países árabes, que habían votado contra el plan de partición de Palestina, le declararon la guerra a Israel. Fueron derrotados, y cientos de miles de palestinos huyeron de sus casas y tierras. Los dirigentes sinonistas acabaron de aterrarlos practicando pogromes, y los palestinos fueron a parar a campos de refugiados, en Líbano, Jordania y Siria. Ahí siguen.
La creación del estado judío tiene de farsa y de tragedia. Empecemos por la Declaración Balfour. Se trata de una carta de pocas líneas dirigida en 1917 por Lord Balfour, el entonces secretario de estado para asuntos exteriores del gobierno británico, al banquero Rothschid. En esa carta, el ministro le comunica a su ilustre corresponsal que el gobierno inglés considera favorablemente el establecimiento de un "hogar nacional judío" en Palestina, tierra de la que los ingleses acababan de adueñarse. La expresión "hogar nacional" ya es extraña por sí misma. Pero la cosa no para ahí; en ese documento se ve a un hombre de estado inglés comprometerse ante un financiero a ceder a un pueblo indefinido un territorio que no le pertence a la corona. Si Palestina hubiera sido una isla desierta y posesión británica, la cosa habría sido diferente. Sigamos. ¿Con qué derecho los judíos invadieron Palestina echando a parte de sus habitantes? Si todos los pueblos de la tierra se pusieran a reivindicar territorios que sus hipotéticos antepasados ocupaban unos veinte siglos atrás, ¡el lío que se armaría! Como quiera que sea, los judíos actuales no son ni herederos ni siquiera descendientes de los hebreos. A lo largo de sus andanzas, el pueblo judío se fue fundiendo parcialmente con distintas naciones. En la Edad media, comunidades enteras de israelitas se convirtieron al cristianismo y al islam y a la inversa múltiples etnias -en particular turcos, árabes, negros y eslavos- abrazaron la fe mosaica. O sea, que los judíos de hoy no son descendientes de los hebreos. Y los derechos de propiedad que reivindican sobre Palestina son imaginarios. Queda el argumento según el cual los judíos no han dejado durante siglos de repetir que Palestina era su tierra y que volverían. Efectivamente, durante siglos, los adeptos del judaísmo dispersos en las aldeas de Cárpatos, burgos polacos y "mellaj" marroquíes, regados por todo el mediterráneo, por Europa y América, terminaban sus rezos con la fórmula "el año próximo en Jerusalén". A primera vista esta frase sugiere una bravía voluntad, con mucho de obsesión patológica, de volver a la tierra prometida. En realidad sólo tenía, y sigue teniendo, valor de conjuro. Bien se vio en los años ochenta, cuando los judíos de la Unión Soviética, que discurrían enfáticos sobre su apego entrañable a Israel, volaban a Estados Unidos en cuanto conseguían su visado de salida. En cuanto a los judíos occidentales, no hay uno entre mil que haya emigrado a Israel, lo cual no les impide seguir salmodiando "El año próximo en Jerusalén". O sea, que si Palestina hubiera sido un desierto, y si los judíos del mundo entero se hubieran marchado para asentarse allá, se hubiera vuelto realidad el sueño de Herzl. En lugar de esto, la creación del estado hebreo ha vuelto inextricable el problema judío, y ha provocado en el Medio Oriente un cáncer que no deja de extenderse. Los israelíes se han converdido en los "pies negros", colonos del Medio Oriente.
Al principio pues, se suponía que Israel recibiría a todos los judíos de la diáspora, los cuales hubieran formado así un pueblo "normal" es decir semejante a los demás. En los años cincuenta, los intelectuales evocaban el fin del pueblo judío, y la imagen de un eterno errante depositando al fin el fardo en el umbral del viejo hogar. Pero no fue así y los israelitas, quiéranlo o no, se encuentran ahora en la situación de ¡israelíes viviendo en el extranjero! Lógicamente, deberían escoger: asimilarse o emigrar. No hacen ni lo uno ni lo otro, y esta doble nacionalidad virtual es potencialmente explosiva. El lobby es tan poderoso por ahora que cuesta imaginar que pudieran surgir antagonismos entre una comunidad judía y un gobierno occidental. Pero no deja de girar la irónica rueda de la historia.
Mucho se habla de integración hoy en día. ¿Qué hacer para que los jóvenes árabes nacidos en Europa y naturalizados se vuelvan franceses, belgas o ingleses? Pero en lo tocante a los judíos, todos simulan creer que son ciudadanos iguales que todos, lo cual es pura hipocresía. Es cierto que se visten como todo el mundo, salvo una ínfima minoría, y que no se diferencian físicamente de sus compatriotas. Pero reivincidican más que nunca su adhesión a un pueblo judío, a una comunidad transnacional y organizada. Se dicen que en caso de peligro tendrían la posibilidad de refugiarse en Israel, como en una casa de veraneo. Pero es un país muy pequeño para recibir a los trece millones de judíos de la diáspora, lo cual hace ridículo el sueño de un asilo de paz para ellos. En vez de aportar la solución de la cuestión judía, Israel ha socavado la situación de los judíos aún si por el momento, no se les pasa por la mente.
El conflicto árabe-israelí no tiene salida y solamente puede empeorar. Desde 1945, el mundo ha padecido todo tipo de guerras locales que han ido encontrando solución, pero el conflicto entre el estado judío y sus vecinos no tiene por dónde hallar solución. No se trata de un conflicto como otros. En primer lugar hunde sus raíces en una historia de dos mil años de largo, que atañe a los fundamentos de las civilizaciones árabe y cristiana. En segundo lugar no es una guerra colonial porque Israel no es únicamente un estado colonialista. Es cierto que los palestinos que todavía están radicados allí son ciudadanos de segunda, y que la constitución del estado hebreo implica un apartheid en los hechos. No obstante, el sionismo no preveía la explotación de la mano de obra palestina. Los israelíes explotan la mano de obra indígena al uso colonial, pero prefiriían prescindir de ellos. El sueño de los israelíes sería que los palestinos se evaporaran. Cuando se les entregó la tierra palestina, los judíos no supieron qué hacer con los palestinos, como una gente que, al adquirir una casa, no saben qué van a hacer con los muebles abandonados por el antiguo dueño.
Israel es un estado artificial que no ha dejado de beneficiarse de un extraordinario botín, desde su fundación celebrada con una inmensa publicidad (escandalosamente racista, con el lema de: "volverá a florecer el desierto): las reparaciones alemanas, la ayuda occidental, y el apoyo de la diáspora. El flujo anual de estas subvenciones, dividido por el número de israelíes, arroja una cifra tres o cuatro veces mayor que el ingreso per capita de los africanos. En estas condiciones, hablar de milagro a propósito de la "resurrección" de Israel es un tanto desacertado.
Ultimo punto. Desde 1967, Israel ocupa Cisjordania, las alturas de Golan, la faja de Gaza, que se le concedió hace poco a Arafat, y Jerusalén. Pocas veces se ha visto ocupación militar más feroz. Miles de hectáreas de tierra han sido confiscadas a los palestinos. El estado israelí, que decididamente se encuentra más allá de cualquier ley, implanta metódicamente colonias de población en los territorios ocupados, expulsando a los palestinos. Cientos de casas de resistentes han sido dinamitadas o arrasadas con aplanadoras; miles de palestinos -incluyendo niños- son inválidos, por heridas de bala o porque los soldados les quebraron los brazos; hay escuadrones de la muerte, compuestos de judíos orientales, que van a los campos de refugiados a aterrar a los civiles. Y todos hemos visto por televisión a esos colonos ebrios de odio, empuñando el fusil ametrallador y persiguiendo a peligrosos terroristas de doce ños de edad que les tiraban piedras. Por un lado, en Gaza y en otras partes, unos palestinos desahuciados, aguantándoselas en villas miseria inmundas; por el otro, judíos arrogantes con todas las comodidades en aldeas artificiales edificadas de la noche a la mañana con el maná norteamericano. El estado judío ha desviado aviones civiles y asesinado palestinos hasta en Noruega, secuestrado jefes religiosos en Líbano y encerrado a decenas de miles de palestinos en campos de concentración. La tortura es legal y se practica a diario en las cárceles. Y nada de esto impide que nuestros medias sean devotos del estado sionista "el único estado democrático de la región" y califiquen como terroristas a los resistentes palestinos. Cuando un soldado de "Tsahal" cae a manos de la resistencia, se le dice "asesinado". Los "sobrevivientes de Auschwitz" tienen todas las de ganar, no se calientan, ¿para qué? si el mundo les pertenece.
7. Se avecina la tormenta La implantación de un estado judío en el corazón del mundo árabo-musulmán es una verdadera provocación cuyas consecuencias devastadoras no han terminado de extenderse. Como los palestinos no renunciarán a volver a su tierra, y como los israelíes no lo aceptarán jamás, el conflicto seguirá ahondándose. Militarmente, no hay peligro para Israel. Tiene el mejor ejército de la región, cuenta con la alianza estadounidense, y tiene armas nucleares variadas y ultramodernas. Sus misiles pueden caer sobre cualquier capital musulmana desde Teherán hasta Nouakchott. En pocas horas, Israel puede aniquilar el mundo árabe. Los regímenes del Medio Oriente lo saben y ya no pueden darse el lujo de una colisión frontal con el vecino peligroso. Todos los países árabes, o por lo menos sus gobiernos, están ya resignados a cohabitar con el estado hebreo. Egipto, Jordania, Arabia Saudita, Marruecos, los emiratos del Golfo se han doblegado ante las horcas caudinas impuestas por los sionistas. Este resultado es la ganancia de tres guerras sucesivamente perdidas por los árabes, y de una presión político-financiera constante ejercida por Estados Unidos sobre sus vasallos. A primera vista, los israelíes han ganado el partido, y el injerto ya está afianzado. Pero es un espejismo, primero porque la humillación de los árabes iniciada por los occidentales desde 1918 con el maloliente Lawrence de Arabia tendrá sus consecuencias. Los árabes han padecido una herida simbólica imborrable. Los occidentales los estafaron pues después de colonizarlos, les hicieron falsas promesas y les impusieron fronteras artificiales con el fin de dividirlos (pensemos en Koweit, la "Alsacia de Irak"). Además porque estos regímenes se encuentran amenazados desde adentro por el ascenso del islamismo, y se van alejando lentamente de Occidente, que antes les atraía. Esta deriva de continentes ha sido acelerada por la implantación de judíos en Palestina, y el apoyo incondicional que recibe Israel de Europa y América. La guerra del Golfo le abrió los ojos a las masas musulmanas. Estas han comprendido que sus dirigentes son traidores, que la ONU no era más que un instrumento de Estados Unidos, y que no se mide con la misma vara a todos en política internacional. Los tratados firmados entre Israel y los estados árabes descansan sobre arenas movedizas. Además las muchedumbres árabes están hipnotizadas por la sociedad de consumo, de la cual saben igualmente que jamás se les abrirá. Este sentimiento de furstración favorece a los islamistas. En un porvenir próximo, los regímenes árabes que han pactado con Occidente, como Marruecos, Egipto, Arabia Saudita y sus emires de casino, serán arrastrados por la oleada integrista, recordemos el caso de Irán.
En septiembre de 1993, Israel ha reconocido a la O.L.P. como representante de los palestinos, y las negociaciones siguen mal que bien entre las dos partes. Era ya hora, la O.L.P., estructura burocrática que dependía de ayudas y presiones de todo tipo, perdía terreno entre las masas palestinas, y amenazaba con derrumbarse. Israel, que lo había hecho todo para alcanzar este resultado y que estaba a punto de lograrlo se dio cuenta a última hora de que la desaparición de la O.L.P. le abriría camino a los islamistas, y desembocaría en una situación catastrófica. Así es como Arafat reina sobre dos territorios de bolsillo concedidos por los israelíes. Se ha vuelto de hecho el aliado, cuando no el Gauleiter, de los israelíes. Gaza y Jericho están destinadas a volverse dos Bantustanes donde la policía palestina actuará como la milicia del sur de Líbano. Cunde la guerra civil entre los palestinos. El proceso de paz no desembocará sino en la decepción de los que habían creído en él. De todas formas, aún si los palestinos obtuvieran la restitución de sus territorios ocupados, lo que ya parece imposible a causa de las colonias judías, si con ellos hicieran un estado, esto no resolvería el problema de los refugiados. Un país con superficie equivalente al de dos provincias belgas (Cisjordania y Gaza) ne podría recibir a los dos millones de palestinos descendientes de las seis cientas mil personas que huyeron cuando los combates de 1948, 1956 y 1967. O sea que el problema inical de una tierra para dos pueblos seguirá siendo un problema sin otra solución que aquella que preconiza la Biblia: el exterminio total de los enemigos de Israel. Y además está Jerusalén que los israelíes no soltarán jamás, y que será el detonador del estallido final.
América y Europa albergan comunidades musulmanas y judías. En Francia, más de tres millones de musulmanes, marginalizados en los suburbios coexisten con los setecientos mil judíos bien representados en las esferas dirigentes. Los medias se la pasan denunciando el peligro islamista. Mientras que hace poco aún, cualquier reticencia acerca de la inmigración maghrebí y de la población musulmana en Francia se tildaba de racista, ya los medias no tienen reparo en destilar una histeria anti-musulmana anunciadora de grandes manipulaciones de la opinión pública, y arrebañamientos espectaculares. La palabra ayatollah se ha convertido en un insulto. Una chiquilla que va a la escuela con un pañuelo en la cabeza merece que la echen, pues se supone que está socavando las bases de la república francesa ...
La cuestión judía es una bomba de reloj casi vencido ya. Adentrarse en las investigaciones revisionistas ayuda a medir el grado de peligrosísima falsedad en que políticos, universitarios y medias tiene sumergidos a los pueblos occidentales. No cabe la menor duda que a medida que se difundan las conclusiones de los revisionistas, los enemigos del sistema democrático y filosemita que imponemos al mundo las aprovechen y las utilicen a su vez para derrocar a los neo-imperialistas mal enmascarados bajo el rótulo de defensores de los derechos humanos. Ahora bien, ya son unos cuantos los judíos conscientes de la estafa de la que se les hizo cómplices aprovechando las secuelas del espanto y el sentimiento de culpa por haber sobrevivido al nazismo. En la perifieria del imperio norteamericano, en los países hispanófonos donde la mitología judía no ha cobrado una posición hegemónica ni tiene tantas facilidades para ejercer el terrorismo ideológico, los que creen en los valores filosóficos de la democracia pueden dar un impulso notable al revisionismo y restarle con ello su carga explosiva de consecuencias incontrolables. De todas formas hay verdades que no se pueden sofocar, porque el que las descubre y les debe cierta liberación mental descubre a la vez la obligación de difundirlas.
Fuente: un amigo de La Vieille TaupeLa versión original de este documento puede consultarse en: